Carlos Montero
No hay lugar para los libros en Wall Street
Lo que voy a publicar es una interesante reflexión de
un joven trader de mercado de Lehman Brothers, Nicholas Chirls. Sus conclusiones sobre la industria
simplemente no tienen desperdicio, y creo interesante compartirlas con ustedes.
Empecé a trabajar en Lehman Brothers el 1 de junio de 2007. Fue mi primer trabajo fuera de la universidad. Dick Fuld, el director general de la época, afirmó públicamente que no se retiraría hasta que la acción llegara a 200 dólares, casi tres veces el precio que estaba cuando yo llegué. Todo el mundo creía en esto como si fuera un hecho. Que Lehman siempre subiría.
Me uní a Lehman por varias
razones. La primera fue personal. Mi madre trabajaba en Wall Street y murió cuando yo era un
adolescente. Sentí, erróneamente, que seguir sus pasos me acercaría más a ella. Las otras razones
son simples. Yo había estado interesado en el mercado de valores desde niño, quería hacer un buen
dinero, y pensé que tal vez, sólo tal vez, tendría un poco de diversión.
La banca de
inversión era una carrera fallida en las clases de 2007. Algo para los jóvenes que no sabían muy
bien que infierno querían hacer. Había un montón de trabajo entonces. La comunidad financiera en
Nueva York estaba en auge. Recuerdo muy bien entrar en la oficina de servicios profesionales en mi
primer año en la universidad y que me preguntaran: "Bueno, ¿en qué banco le gustaría trabajar?" El
cuarenta por ciento de los graduados en Yale terminaron trabajando en finanzas. No es
broma.
Para hacer esta larga historia mucho más corta, mi experiencia en Lehman no fue lo que
yo esperaba que sería.
Me llevó varios meses averiguar lo que los traders a mi alrededor
estaban haciendo, o aún más simple, lo que se suponía que yo estaba haciendo. Estábamos encargados
de provisionar liquidez, tanto para nuestros clientes, como para las operaciones de la propia firma,
operando en bonos corporativos y en los mercados de derivados y estructurados. Trabajé junto a un
gran número de doctores y científicos de cohetes. Eran personas muy inteligentes que movían
cantidades impensables de dinero y de productos financieros, y que hacían grandes
apuestas.
En los primeros días, aprendí lecciones importantes sobre los mercados, la
liquidez, y la forma de valorar productos financieros increíblemente complejos. Me pasé días
tratando de entender el valor intrínseco de los bonos estructurados colateralizados o de bienes
raíces comerciales dispersos en varias regiones del país. El alcance de estos productos es real y el
análisis podría significar ganar o perder millones para la firma. El aspecto puramente cerebral de
la industria, y hoy trataré esto, era fascinante para mí.
Por desgracia, lo que finalmente
aprendí, y eso llevó tiempo, fue que lo que realmente estaba sucediendo era una simple transferencia
de riqueza, la mayoría de las veces de los menos inteligentes a los más informados. Yo trabajaba en
un mercado altamente opaco. No había precio ticket desplazándose a través de nuestras pantallas para
decirnos lo que valían los bonos o derivados que estábamos negociando.
En realidad, nadie
sabía lo que estos productos valían. Básicamente lo que se hacía en su forma más simple era comprar
bonos al precio de "mercado" a los inteligentes gestores de los fondos de cobertura en NYC y vender
la misma mierda en niveles mucho más altos de sofisticación, a fondos de pensiones y compañías de
seguros en el centro de EE.UU. Lo que descubría muy crudamente es que la parte de Wall Street en la
que yo trabajé simplemente transfería riqueza de los inversores sofisticados, a menudo los fondos de
pensiones y de cuentas de jubilación de los trabajadores de las fábricas, a los inversores más
sofisticados que trabajan por cuenta propia. Por supuesto, los operadores tenían todo tipo de
excusas y de jerga para hacer frente a esta verdad. "Oh no", decían, "somos importantes proveedores
de liquidez que provocan estabilidad en los mercados. Somos una parte crucial del sistema. Y además,
si nosotros no lo hacemos, algún otro lo hará". Estas son las clases de mentiras que las personas se
dicen a sí mismos para que puedan comprar casas más grandes.
Aunque me llegó algún tiempo,
muchos meses, me di cuenta de la verdad. Para hacer este tipo de trabajo, tienes que convencerte a
ti mismo que lo que haces tiene algún valor. De lo contrario el estrés y la intimidación te comen
vivo. Recuerdo tomar el metro hasta casa todas las noches preguntándome, ¿Qué he hecho hoy? ¿Qué he
creado? Y eso significaba que no podía dormir por las noches bien, y me daba vergüenza decirle a la
gente en que trabajaba. A veces recordaba la experiencia que tuve de niño, cuando sin quererlo vendí
algunos artículos sin valor a los vecinos en una venta de porche en frente de nuestra casa en
Brooklyn. Cuando mis padres se enteraron de lo que había hecho, me hicieron ir de casa en casa
devolviendo el dinero.
Aparte del trabajo, también me di cuenta en el transcurso del año que
estuve en Lehman (y Barclays), que existía una cultura empresarial perversamente aterradora. La
gente a mí alrededor se medía a sí mismos por esta métrica: La cantidad de dinero que él o ella
hacían para la firma. Sus bonus determinaba el respeto que recibían. Y, sin embargo, hasta la última
persona se sentía mal.
Recuerdo que durante la primera temporada de bonificación escuché que
un operador de razonable éxito quería dejar la empresa. Yo pregunté a uno de mis colegas por qué, y
él me respondió: "Él ha conseguido algo menos de un millón. Ellos le jodieron". Me quedé asombrado.
Tuve la increíble suerte de vivir una infancia cómoda. Recibí una educación maravillosa en una
escuela secundaria en Nueva York y nunca necesité nada. Sin embargo, la lente a través de la cual
las personas que me rodeaban en Lehman miraban el mundo estaba tan distorsionada, que no pude
averiguar de dónde venían. En esa realidad, alguien puede recibir un millón de dólares y sentirse
como si le hubieran jodido.
Lo que esta extraña realidad realmente quería decir es que no
podía ser yo mismo. En el discurso de graduación ampliamente visto de Chris Sacca, animaba a los
graduados a continuar y ser seres extraños. Cuando escuché esto por primera vez, resonó
profundamente en mí. Soy un desastre en un millón de cosas diferentes, y soy el primero en
señalarlo. Pero también sé que soy amable, que soy intelectualmente curioso, y que en mi corazón
siempre he sido un constructor. En los últimos meses de mi tiempo en Lehman, una época oscura para
mí, encontré mucho consuelo en la lectura de literatura y de novelas que no tenían nada que ver con
mi trabajo. Leía en el metro por la mañana antes del amanecer y me tranquilizaba. Un día, cuando me
puse a trabajar, dejé mi libro sobre mi escritorio, "Las Correcciones de Jonathan Franzen". Mi jefe
lo vio y me preguntó "¿Qué carajo es esto?" Yo le dije que era un libro que estaba leyendo. Él
respondió: "Bueno, quítalo de una puta vez de aquí. Estamos aquí para hacer dinero. Y nada más. "Y
tenía razón. No había lugar para un libro en ese lugar. No había lugar para mi ser raro."
A
finales de 2008, estaba viviendo con otros cinco chicos de la universidad, de los cuales cuatro
estaban haciendo cosas similares. Creamos una broma: "¿Preferirías tener mierda en la cara, pero
pasar el día de forma agradable, o ir a trabajar? Con el tiempo la respuesta de todos era
inequívocamente tener mierda en la cara. Cuando prefieres esta opción a ir a trabajar, probablemente
es hora de marcharse.
Y así, un año después de que comenzara a trabajar, después de la mayor
quiebra en la historia de Estados Unidos, después de sobrevivir a seis rondas de despidos, salí de
Lehman (en ese momento Barcap) durante la peor recesión que nuestra nación había visto en décadas.
Tenía poca idea de lo que podría hacer, de lo que podría ganar, de cómo podría encontrar un lugar
para que finalmente pudiera crear valor real para este mundo. Y resultó ser uno de los momentos más
felices y creativos de mi vida.
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